Los aullidos de los monos que provenían de las
copas de los árboles, el croar de las ranas y la sinfonía del chirrear de
chicharras y saltamontes, llegaban a los oídos de Luisa como una amenaza latente.
La música de la jungla surtía efectos contraproducentes de euforia y melancolía
al mismo tiempo. La brisa, proveniente del río, refresco sus mejillas provocando
añoranzas de los vientos andinos y de la
puna que eran muy frescos. Por el río Huallaga, las turbulentas aguas arrastraban palizadas. Una nube de insectos volaban
sobre la superficie del agua. La balsa, remada por su marido y sus dos hijos, luchó contra la corriente y las palizadas por
apoderarse de un espacio libre y navegable.
La balsa al girar
la curva se perdió de vista, sin embargo, ella siguió mirando la silueta que
quedaba en la memoria. Ya borbotaban las aguas marrones, ya volaban los loros de
regreso a sus nidos, ya cabalgaba el sol en las colinas, ya se veía la silueta
de la luna, pero ella seguía con la mirada perdida en aquella curva.
El olor a barro de las aguas hizo que oteara
la orilla, desde donde la tierra en continua erosión se precipitaba al río,
junto a ella añejos árboles se inclinaban en reverencia forzada, desenterrando sus
largas raíces que intentaban vanamente
aferrarse al suelo. Ese aroma a río revuelto la afligía. En la orilla un batallón
de agallas en formación desesperada se apoyaban en un esfuerzo por mantenerse
fuera del fango que asfixiaba. Luisa cogió la jikra y en un solo movimiento la lleno
de toas, piñacunches y palometas. Nunca había visto a los peces venir a la orilla a dejarse atrapar fácilmente.
Se detuvo un momento, se pellizco y cerró los
ojos y las abrió nuevamente creyendo que estaba soñando. Allí estaban los peces.
Allí estaba también boca bajo, con el cuerpo despellejado, el cadáver de un
desconocido que flotaba en círculos en el remolino, completamente desnudo, con
la mano medio alzada y los dedos abiertos en un vano intento de transmitir un enigma. ¡Qué susto! ¡Qué
horror! Un largo escalofrío, un hielo
macabro la recorrió las venas . La alegría de la pesca se transformó en un
grito desesperado. ¡Auxilio! ¡Alguien me ayude!. Pensó en su esposo, en sus
hijos, pero ellos habían desaparecido
tragados por la curva en dirección al
pueblo y todavía regresarían mañana. El cadáver
seguía remando en el remanso, sin posibilidades de fuga.
Desesperada abandonó la jikra por la trocha, en su loca carrera
por llegar a la casa del vecino más próximo a una media hora de camino por la
jungla. Corría, corría y corría. No
quiso voltear, porque creía en lo que decían las gentes, “…el espíritu del
maligno viene a perseguir al alma de los que se ahogan …”
Cuando creyó que
se había alejado lo suficiente se detuvo, pero tan solo pudo comprobar que había
estado corriendo en círculos, allí a unos pasos estaba el tambo y un poco más allá
el puerto y seguramente el ahogado. Lo suponía, porque la luz de la luna no le
permitía ver más allá. Al contrario las sombras de los árboles se transformaban
en caprichosas siluetas de presuntos malignos.
“¡Auxilio…,
Auxilio…, Auxilio!” Grito desesperadamente, rego con su llanto la blusa, la
falda y sus manos y cuando se sentía a punto de desmayarse. Una robusta mano la
acaricio por la espalda. “No te asustes, ¿Qué te pasa?” le dijo, “soy tu marido,
he olvidado el dinero para las compras, he dejado a los chicos que vayan al
pueblo y yo he regresado…”
La mujer aun
desconfiada, se refugió en los brazos del marido, se consoló con más lágrimas y
después de desfogarse, le contó lo sucedido.
Aquella noche prefirieron no andar al río. Al amanecer encontraron la jikra con los peces. Las aguas habían disminuido y el ahogado ya no estaba.